Algún día tenía que explotar y
ese al parecer fue el día. El salón de la casa, más pequeño que cualquiera de
las demás estancias, se hizo en un momento el lugar más desesperantemente amplio del
mundo. La habitación se llenó de cristales, astillas, lágrimas, gritos y golpes,
muchos golpes. Las lágrimas de ira, de rabia y de impotencia se fundían en sus
gritos, audibles a manzanas de allí. No veía a penas, no escuchaba nada, sus
ojos estaban nublados y su oído anulado. La inercia le llevó a romper todo
aquello que estaba a su paso, no le importaba ya nada, si dentro de ella misma
todo era caos aparentar orden en el exterior se le antojó una acción perversa.
Su angustia le empujo a golpear hasta el último rincón de su cuerpo contra los
objetos que se le cruzaban por delante. Volaron vasos, platos, lámparas y
botellas. La mesa central no se tenía de pie y las sillas caían rotas después
de toparse con la pared. Se daba asco, le repugnaba su miserable existencia. Aquel
sentimiento era poderoso, se la llevaba, la abducía y no le permitía razonar.
¿Pero cómo iba a hacerlo si lo único que podía era sentir como su corazón le
pesaba cada vez más? La decepción llenaba cada recoveco de su cuerpo. Cuerpo
que agotado y dolorido acabó cayendo encima de los vasos, platos, lámparas y
botellas hechos añicos. Cayó como uno más de los objetos maltratados, rendida.
Como objeto se limitó a soltar una lágrima final. La última. Nunca más volvería
a sentir como el llanto la desbordaba, nunca más volvería a sentir en definitiva.
Liia'12