Llueve. Lleva días lloviendo y parece que no vaya a parar nunca. Los días lluviosos son mis favoritos, me gusta la lluvia. El cielo llora, pero de alegría, estoy segura. Y yo mientras, voy saltando de nube en nube, de charco en charco hasta que me tiro de un impulso al húmedo césped de la montaña. Huele a frío y estoy calada pero no importa. El cielo está lleno de pequeñas gotitas que me mojan el rostro y caen cual lágrimas por mis mejillas. El cielo llora por mí. Mi chubasquero de color rojo no ha impedido que mi pelo esté mojado, más mojado que nunca. Y que se mezcle con el verde césped que pronto se dejará seducir por el marrón del barro. No me importa. Las nubes siguen regándome como si fuese una planta más del bosque. No hay ningún lugar en el mundo en el que prefiriera estar ahora. Soy feliz. Mis piernas mojadísimas me regalan un escalofrío. “Te vas a poner mala hubiera dicho mamá” pero ella ya no está. De pronto me pongo a reír acordándome de cuando jugábamos todos juntos en el jardín de la abuela y cogíamos la manguera para que lloviese, aunque hubiese un sol espléndido. Esos días pasaron, pienso, pero la lluvia no cesará nunca en su empeño de volver a visitarme una y otra vez trayendo recuerdos y momentos especiales y eso me hace feliz.
Al llegar a casa y después de una ducha bien caliente me pongo mi chaqueta de lana y me siento en la repisa de la ventana. Mi lugar preferido de la casa. Veo como llueve y un escalofrío vuelve a recorrerme entera. Esto no es para nada lo mismo. No hay nada como dejar que la lluvia se te lleve, se una a ti y te haga desaparecer momentáneamente en una nube de recuerdos que huye constantemente de la realidad.
Liia'11
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